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¿Cómo se pueden comprar mis libros?


sábado, 29 de mayo de 2010


http://www.lulu.com/product/tapa-blanda/amelie-la-elegida-de-astart/11066551

Introducción.



Todo tiene un principio y un final. Aunque a veces, ese final es tan solo una continuación, un nuevo comienzo… en mi caso, el renacer.

Es curioso como los recuerdos se nublan en la mente, se pierden en un instante. El mismo instante en el que tu corazón está a punto de pararse, en el que exhalas el último aliento y tus pupilas se quedan petrificadas mirando al fondo del abismo al que caes. Toda tu vida pasada empieza a emborronarse y tan solo quedan las últimas imágenes que la retina captó antes de morir.

En mi mente, solo quedan las sensaciones. Una caída al vacío desde una altura considerable. Recuerdo que se trataba de los pisos superiores del Empire State. Parecía mi cuerpo una piedra pesada que caía desde lo más alto a toda velocidad y conforme iba cayendo, la velocidad era mayor. Solo sé que quería acabar con mi vida. Una vida vacía, en la que solo la soledad y el dolor habitaban. Y a mitad del recorrido, me di cuenta de mi error. Puede que fuera una vida vacía, pero una vida al fin y al cabo. Una vida que no tenía derecho a quitar, puesto que yo no era Dios. Por eso, al ver que ya no tenía solución me resigné y esperé que todo terminase, que ese final del comienzo llegase.

Ese final llegó, pero no como creía. Algo en ese camino de caída golpeó contra mí, cegándome la visión que tenía de las luces de la ciudad que crecían a medida que me acercaba al suelo. Me elevó en una cortina oscura. No existía ni cielo ni tierra, solo aire. Algo me mantenía inmóvil. Recuerdo la sensación de una ardiente presión perforando mi cuello, el frío que se iba apoderando de mi cuerpo desde la punta de los dedos como si me congelara poco a poco y no me permitiera respirar. El corazón acelerado, cada vez palpitaba más despacio y el calor me abandonaba. Cuando exhalé la última bocanada de aire el latido final resonó por todo mi ser, llegando a mi mente como el eco de una campanada y supe que había muerto. Esperé ver una luz al final de un túnel, abrir los ojos y encontrarme con nubes blancas, luz, paz… pero nada de eso ocurrió. Mi cuerpo estaba vacío, tan vacío como lo había sido mi vida. Petrificado, inmóvil y tirado en el frio suelo. No era dueña de él, no podía moverlo, no respondía. Pero yo era consciente en mi inconsciencia de que seguía ahí, de que lo que estaba muerto era mi cuerpo, no yo. Pocos minutos después, cuando me estaba volviendo loca por aquella situación que no era capaz de controlar, una quemazón que me producía un dolor inmenso se extendía por mis entrañas. La señal más clara de que seguía viva. Tardó varias horas, varias incesantes horas en desaparecer y devolverme la capacidad de controlarme. Ese ardor infernal había cesado.

Abrí los ojos y todo estaba borroso. Todavía no conseguía mover ni brazos ni piernas cuando una voz me dijo “Bienvenida, Amelie”. Acariciaba mis sentidos como si le conociera de toda la vida. Una voz que me transmitía seguridad y me tranquilizaba, pero que no lograba ver a quién pertenecía. Nunca logré ver a mi creador, no durante los primeros años de mi nueva existencia. Estoy segura, de que a lo largo de la eternidad que tengo ante mí, algún camino llevará a cruzarme de nuevo con él. Su nombre, Astart.

Sólo llevo diez años viviendo en las sombras. Una forma de vida que ha evolucionado tras siglos y siglos de la existencia de mi nueva especie. Ahora, no solo nos movemos en la noche. Somos capaces de vivir incluso durante el día, siempre que el sol no se deje ver y permanezca tras nubes grises. Por eso procuramos establecernos en lugares cuyo clima sea húmedo y frío. Eso nos permite vivir entre los humanos pasando desapercibidos e incluso aparentando su modo de vida.

Todavía soy una recién nacida y mi maestro no está conmigo para enseñarme los secretos de esta vida que apenas conozco. Debo aprender por mi cuenta y no es fácil. Hay muchos otros como yo ahí fuera. Muchos con cientos de años y alguno que otro milenario, maestros en el arte de la persuasión y el engaño, cualidad principal para sobrevivir en nuestro mundo.



Pasado y presente.



Solo tenía 20 años cuando dejé de ser mortal. Vivía en Sammamish, un barrio a las afueras del este de Seattle (Washington) con Eleonor y David, mis padres y mi hermano pequeño, Billy. Mi vida era de lo más simple y poco atractiva. Había sido una buena estudiante hasta que terminé el instituto, pero la universidad no me fue nada bien y opté por dejarlo en cuanto terminaran las clases del año que ya cursaba. Encontré un trabajo de dependienta en una frutería por las tardes, esperando mi oportunidad para hacer algo mejor que colocar fruta en el escaparate o apilar cajas en el almacén.

No tenía muchos amigos, ya que, no era de las elegidas para formar parte de ningún grupo destacado del resto de la gente. Mi belleza era la de cualquier florecilla silvestre que nadie cuida, insignificante y simple, tal como era yo. Debido a mi cabello rojizo, a mis ojos oscuros y tristones, las pecas que salpicaban mis mejillas y nariz, el silencio de mis labios y mi particular manera de estar siempre fuera de sitio, si no pasaba desapercibida, era objeto de mofas y bromas pesadas. Desde niña fue así. Yo era la niña de “pelo zanahoria” desde el parvulario.

Mi madre nunca me enseñó a realzar los pocos encantos que pudiera tener. Nunca me enseñó a utilizar cosméticos, a lucir peinados… Toda mi ropa era sobria y ninguna prenda marcaba mi figura. La mayor parte del tiempo vestía vaqueros y camisetas o jerséis anchos. Nada que ver con la moda que gastaban el resto de chicas de mi edad. Yo no sabía lo que era lucir una falda corta, ni un vestido moderno, nunca me puse unas medias, ni unos zapatos de tacón. Mis manos no se adornaban con anillos o pulseras, no tenía nada de todo eso.

¿Cómo se iba a fijar nadie en mí? No tenía derecho ni a soñar con enamorarme algún día. La recta educación que me daban me mantenía lejos de cualquier ilusión, porque nada en mi vida se haría realidad.
Siempre me pregunté por qué mis padres eran tan exigentes, por qué no se me concedía ni el derecho a opinar o tomar decisiones que ellos no aceptaran como convenientes… Y con el paso de los años me di cuenta. Mi madre había tenido una vida dura y mi padre también. Pensaban que si nos educaban a mi hermano y a mí de la misma manera, llegaríamos a ser tan responsables y realistas como ellos. Pero ¿qué hay de la diversión, de la edad de disfrutar, de soñar, de ser felices? Era algo intangible para ellos, puesto que ninguno de los dos disfrutó de esas cosas. Así que, dieron por hecho, que a nosotros tampoco nos haría falta. Empezando por mí, que además siendo una chica y según su criterio, tenía menos derecho todavía a creer que podía soñar o ilusionarme. No tendría pasado y tampoco tenía presente.

Falté a todos los bailes y fiestas que se celebraron en mi época de estudiante, incluso al baile final de graduación. Esto me enfadó muchísimo porque ya era mayor de edad y tenía derecho a ir, tenía derecho a divertirme por una vez en la vida. Pero como siempre, me impidieron salir de casa con la norma no escrita de “mientras vivas bajo mi techo, harás lo que yo te diga”. Así que, mi ingreso en el mundo de los adultos no empezó con buen pie.

Después del baile, las semanas siguientes fueron bochornosas. Si ya se reían de mí, por ser un patito feo, por vestir ropas fuera de la moda, por ser introvertida y vergonzosa y por mil razones más, ahora se cebarían conmigo durante el tiempo que les siguiera haciendo gracia el hecho de mi falta de asistencia al evento más importante hasta ese momento. Y no les faltaba razón, porque ese era uno de los rituales humanos que recordaría el resto de mi vida y yo me lo había perdido. Lo cierto era, que me había perdido toda una vida, toda la niñez, la adolescencia… mi juventud pasaría ante mis narices sin poder apreciarla en su plenitud.

Las clases en la universidad empezaron pasado el verano. Yo no me sentía a gusto, estaba fuera de lugar. Aguanté el primer curso y parte del segundo. En esos dos años conocí gente nueva que me ayudó a encajar algo más. La universidad de Washington estaba bien para casi todo el mundo, pero era totalmente distinto a lo que yo había conocido hasta ahora. Demasiadas personas transitando los pasillos al mismo tiempo, demasiada testosterona flotando en el ambiente deportivo universitario, competencia incluso entre animadoras… todo giraba alrededor de las hermandades, de los partidos de futbol, de las fiestas, el alcohol, las drogas, las chicas, los ligues… ese rollo no era el mío. No era capaz de encajar ni en el grupo de cerebritos o frikis. Llegué a pensar en que era un bicho raro y que no pintaba nada allí. Me conformaba con aprobar los exámenes, no fallar en ninguna materia y volver a casa para encerrarme en mi habitación.

Mientras todos hablaban de su futuro, de cómo querrían que fuera, yo simplemente quería escapar. La mayoría quería una vida perfecta y ambiciosa. Los chicos que estaban en el equipo de futbol o en el de baloncesto, se partían el pecho por ser elegidos y dotados con apetitosas becas que les permitieran ser estrellas, ganar dinero y que sus nombres figuraran en el libro de los grandes deportistas. Las chicas más conocidas por acompañarlos o ser animadoras, querían ser la mujer elegida por cada uno de ellos para lucir ese estatus y ese prestigio. Ser “la señora de” alguien conocido e importante, adinerado y guapo, era lo más de lo más para ellas.

Pocos eran los que se volcaban de lleno en sacar sus respectivas carreras y asegurarse un futuro de verdad. Y tampoco yo pertenecía a este grupo. No sabía quién era, ni a qué dedicarme… Sólo sabía que quería tomar las riendas de mi vida, para bien o para mal. Que nadie eligiera por mí, que nadie viviera por mí. Y ese derecho lo tenía vetado mientras viviera bajo el techo de mis padres.

Lo poco que me hacía sonreír, eran los escasos momentos con mis dos amigos, Lorna y Mike. Dos hermanos mellizos a los que llamaban raritos por su afición a los comics y a los juegos de roll. Era con los únicos que me entendía de verdad y con quienes compartía alguna que otra risa. Pero tampoco ellos llenaban mi vacío interior.

Cumplía los veinte el mismo fin de semana en el que se había planeado un viaje y una fiesta a todo tren. Mi clase había decidido hacer una escapada de cuatro días a Nueva York. Saldríamos de Seattle el viernes a la mañana, nos alojaríamos en Hotel Ref Roof inn Manhatan, muy cerca del Empire State Buildin donde Marck Brince, hijo de un rico magnate financiero, había preparado una mega fiesta para celebrar su cumpleaños, que justo, coincidía con el mío, el 9 de mayo.

Marck siempre fue de las pocas personas que me saludaban en los pasillos. Nunca cruzamos dos palabras seguidas, pero su cortesía me regalaba un saludo de vez en cuando a pesar de las críticas de sus amigas. Yo nunca pretendería ni tan siquiera aspirar a nada con él. Ya me había acostumbrado a que soñar no estaba hecho para mí. Me limitaba a devolverle el saludo con la misma sonrisa que él acompañaba su “buenos días”. Pero claro está, que era uno de los chicos más atractivos de todo el campus y posiblemente, el más codiciado por todas. Ni por asomo se fijaría nunca en mí y si alguna vez posaba los ojos en mi persona, estaba claro que sería por algún asunto referido con los estudios.

Esta vez, por consejo de mis dos amigos, no dije nada en casa del viaje ni de la fiesta. Estaba cansada de recibir siempre el mismo atronador “no” como respuesta. Así que, decidí que era hora de saltar la verja electrificada que apartaba mi vida de todo y escaparme. Tenía que saber lo que era la diversión y no tendría ninguna otra oportunidad.

Había ahorrado dinero suficiente para pagar el viaje, para comprarme un vestido y unos zapatos elegantes para esa fiesta e incluso para algún capricho que otro. Podría arreglar mi pelo en una de esas peluquerías estilosas de Nueva York, recibir un buen tratamiento en un salón de belleza, donde me dejasen como nueva y dejar por una noche de ser el patito feo del cuento. Lorna me acompañaría y su hermano Mike me daría el visto bueno. Todo estaba listo y planeado.

No avisé a mi jefe de que faltaría un par de días al trabajo. De haberlo hecho, seguramente que se lo habría comentado a mi madre cuando se acercara a la tienda a comprar. Tenía que tener mucho cuidado. Cualquier descuido daría al traste con lo que había planeado con tanto esfuerzo.

Aquella mañana me levanté muy temprano. Me duché, me vestí y recuerdo que no desayuné. Estaba nerviosa y ansiosa. Cogí el equipaje que había preparado para esos cuatro días y toda la ilusión que había puesto en ello. Una sensación que no había conocido hasta entonces y que me hacía flotar en el aire. Llegué al punto de encuentro de todos mis compañeros y nos dirigimos en autobús hasta el aeropuerto donde tomamos el vuelo contratado a Nueva York.
Mike iba bromeando con su hermana en pleno vuelo, Lorna escuchaba música en su ipod intentando ignorar a Mike y yo dormí durante todo el viaje, soñando con la fiesta. No recuerdo cuando ni cómo llegamos al hotel. Son detalles que han desaparecido de mi memoria, como quien borra datos en algún fichero informático. Sólo recuerdo cortos momentos como cuando Lorna y yo entramos en el salón de belleza y nos embadurnaron de cremas, o cuando tras una larga sesión de peluquería nos miramos al espejo y nos vimos despampanantes. Solo faltaban nuestros vestidos y el perfume para rematarlo.

Otra laguna en la memoria y vuelve a mi mente la imagen de la fiesta. Destellantes colores, brillos móviles en el techo y las paredes debido al reflejo de las luces en las esferas colgantes; música, gente bailando o tomando una copa en cualquiera de las barras de bar de la planta; parejas disfrutando de las vistas de la ciudad en rincones algo más apartados del salón principal… Y ya estábamos en el recibidor, cruzando el pasillo que llevaba al gran salón.

Lorna bajaba los cuatro escalones luciendo su discreto vestido negro de fino corte que dejaba ver su espalda al aire y sus hombros. Su pelo ondulado y negro, semirecogido en un moño adornado con ganchos en forma de mariposa plateada cubierta de brillantes cristales, le daba el toque perfecto.

Tras ella, mis pasos la seguían lentamente, mirando a mí alrededor. En cuanto terminó de bajar el último escalón me dejó al descubierto totalmente y los allí presentes empezaron a girarse para mirarme. Sentí que las miradas se me clavaban y estaba incómoda otra vez, como tantas otras ocasiones. Pero esta vez, me di cuenta que sus rostros no reflejaban la burla, sino la curiosidad. Se preguntaban quién era yo y me sentí a salvo hasta que Becky Mae abrió su bocaza.

- ¡Vaya, vaya! ¡Pero si es Amelie! ¡Chicos, chicos… es Amelie! ¡Esta tonta se ha pensado que podría ser Cenicienta…! Jajajá. ¿Crees que un vestidito y unos zapatitos van a cambiarte? ¡Estás loca si crees que aquí vas a pintar algo esta noche!- dijo mofándose como de costumbre.

- Tienes razón Becky… por mucho que la mona se vista de seda… jajajá.- añadió Stefani para completar la gracia de su amiga.

Terminé de bajar las escaleras para intentar incorporarme al resto del grupo de gente que quería pasarlo bien. Las ignoré sabiendo que no se darían por vencidas. Por primera vez era feliz y me veía diferente con mi vestido verde esmerada de seda. Mi piel blanca se veía bonita con los adornos de los finos tirantes del vestido y mi pelo rojizo. Llevaba una pequeña diadema de piedrecitas verdes que sujetaba parte de mi pelo recogido a juego con los pendientes. El vestido se ceñía a mi cuerpo como una segunda piel hasta los muslos y luego se ampliaba hacia atrás hasta tocar el suelo. Los rizos colgaban por mi espalda y caían sobre los hombros, pero mi rostro estaba descubierto salvo por dos mechones. Me habían maquillado con tonos suaves resaltando mis pómulos y mis labios. Según Mike, no era la tela ni la pintura los que habían logrado aquella transformación, sino la alegría que emanaba de mí.

La noche continuó con tranquilidad y tuve la ocasión de bailar, de reír, de divertirme e incluso probar el alcohol. Y cuando creí que no se podía soñar más, ocurrió. Una mano se posó sobre mi hombro derecho haciendo que me diera media vuelta.

- ¡Hola, Amelie! ¡Me han dicho que hoy también es tu cumpleaños… así que… felicidades!- dijo una voz que casi no reconocí, porque nunca la escuché pronunciar tantas palabras de seguido.
- ¡Marck! ¡Oh, disculpa! ¡Qué desconsiderada soy! ¡Todos se han acercado a felicitarte y yo…! No sabía si querrías que yo lo hiciera… ya sabes… no caigo bien a nadie… pero ¡Felicidades! ¡Felicidades por tu cumpleaños!
- Gracias… y… a mi si me caes bien.
- ¡Oh, no, no! ¡Gracias a ti por felicitarme! ¡Nadie lo sabía…! ¿Cómo te has enterado tú?
- Les oí a los mellizos comentar que era tu cumpleaños y que estabas entusiasmada con venir a esta fiesta… y pensé… ¡qué bueno cumplir años al mismo tiempo!
- ¡Oh! ¡Pues muchas gracias!
- Por cierto… Me encantaría bailar con la persona que comparte el mismo día que yo para soplar las velas… ¿me harías ese honor?
- ¿Honor? ¿Bailar? ¿Conmigo?... ¡Pero… a lo mejor no es buena idea! Todas las chicas de esta sala esperan que bailes con ellas…
- Lo sé… pero ninguna cumple años el mismo día…
- Bueno… pero solo un poquito… bailaré contigo pero dos o tres pasos nada más. Ya he tenido bastante con lo de “cenicienta” para que sigan con las risitas…
- Nadie se va a reír… ¡Mírate! ¡Estás muy guapa! Y además, estás conmigo. No dejaré que nadie te diga nada…
- Vale… dos o tres pasos…
- Esta bien… dos o tres pasos…

Extendió su mano hacia a mí y la música empezó a sonar lentamente. Un hueco en medio de la pista se hizo y cuando me quise dar cuenta, nos movíamos en círculos sincronizando perfectamente cada paso. Marck sonreía y sonreía por mí, por regalarme unos minutos que recordaría siempre. Era la primera persona a parte de Lorna y Mike que me trataba como un ser humano con sentimientos.

De repente salí despedida de un tirón. Como si me arrancasen de golpe despegándome de una tela de velcro. Aterricé después de tropezarme con los tacones en el suelo de costado. Cuando todo en mi cabeza dejó de dar vueltas y pude levantar la vista, la vi. Becky. Allí estaba, entre Marck y yo.

- ¿Quién te has creído que eres? ¿De verdad te has propuesto ser la Cenicienta? ¡Pues Cenicienta termina volviendo a casa con sus harapientos trapos… no lo olvides!

Yo que ya me había puesto en pie y que me había acercado para preguntar por qué… no tuve tiempo de pronunciar palabra alguna… De un tirón Becky rasgó uno de los tirantes de mi vestido, rompió la tela a la altura de mi rodilla y me quitó la diadema del pelo de un tortazo…
- ¡Ves! ¡Ahora vete a la cocina, que ese es tu sitio! ¡A ver si aprendes! ¿Quién te dijo que Marck está a tu alcance?
- ¡Becky, vamos! Solo la he sacado a bailar. Hoy es su cumpleaños… ¿qué menos que ofrecerla un baile?
- ¡Tu eres idiota! ¡No ves el ridículo que haces bailando con ella!
- ¡Pero es su cumpleaños!
- ¡A mí qué me importa su cumpleaños! A nadie en esta fiesta le importa su cumpleaños… ¿no lo ves? Nadie lo sabía…
- Yo sí… y te has pasado, Becky… me avergüenzo de conocerte…
- No importa, Marck…- dije con los ojos clavados en el suelo, recogiendo mi diadema hecha pedazos…- Tiene razón… a nadie aquí le importo… y no sé por qué se me ha ocurrido venir. Tenía que haberme dado cuenta de que no importa donde esté, porque no encajo en ningún sitio…- y eché a correr hacía el pasillo para salir por la puerta y coger el ascensor.
- ¡Amelie! ¡Amelie!

Esas son las últimas palabras que recuerdo como mortal. Ya no he vuelto a escuchar ninguna voz de la misma manera. Es a Marck, su voz, la que retengo en mi memoria entre los escasos momentos que se van emborronando conforme pasan los años y yo voy olvidándome de todo, hasta de lo que sentía siendo humana.


1 comentarios:

emmy fortsan dijo...

esta spr este blog felicitaciones..me gusta demasiado continua con tales escritos....

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